Sociedad exhibicionista
Un vuelco en los valores sociales que tiene uno de sus emblemas más espectaculares en el alarde de etiquetas en la ropa de vestir. No hace mucho tiempo, se hubiera considerado de mal gusto que una etiqueta sobresaliera, y la gente se habría partido de risa ante tal ridiculez. Por el contrario, actualmente se aprecian como un trofeo dentro de este poder adquisitivo que es necesario lucir ante las miradas ajenas.
Incluso las partes del cuerpo de las que se está satisfecho han de ser expuestas, como si únicamente la mirada de los demás les otorgara mérito. Escotes profundos para que se descuellen los pechos de las mujeres, camisetas ceñidas para que los hombres presuman de musculatura. Y en una esfera afín, ostentaciones verbales de carácter sexual: amantes anteriores, actuales y previsibles, número de orgasmos que ellas son capaces de sentir y ellos de provocar. Revelaciones que acrecientan la complacencia cuando pueden hacerse ante unos millones de telespectadores.
Así, lo obsceno, aquello que en la Grecia clásica no debía salir a escena, se ha instalado en la exhibición cotidiana. No sólo se desnudan los cuerpos y los bienes materiales, sino las emociones. La gente se pelea en un plató de TV, llora, desvela los actos más íntimos con tal de que haya multitud de espectadores. Y esta multitud existe, de forma que exhibicionismo y lucro se retroalimentan. La exhibición sin freno proporciona dinero, y ante esta premisa en ciertas cadenas se esfuman los límites. No los hay ni para los programadores, en pos de una lamentable audiencia, ni para quienes salen a vender su cuerpo y su alma. A fin de cuentas, la banalidad/obscenidad de exhibirse se inscribe en el eje que mueve nuestro sistema: el dinero.
Se necesita dinero para comprar cosas y poder ostentarlas; se hace exhibición para ganarlo y poder comprar. Una triste reciprocidad.
Eulalia Solé. La Vanguardia, 21 de abril de 2006.