Citas para la reflexión

25 abril, 2006

Crónicas de los fundadores de Roma

Por aquella época el paludismo hacía estragos en el valle, el Tíber lo inundaba periódicamente y, debido a que sepultaban a los muertos en su valle, probablemente hedía.

No había agua potable; era preciso recoger el agua de lluvia. Técnicamente el tránsito por Roma ofrecía dificultades catastróficas; no era fácil cruzar el Tíber por el Palatino y el siguiente vado se hallaba a kilómetros de distancia.

Lo cierto es que los fundadores de la ciudad (emigrantes llegados por mar, o una errática tribu latina) no escogieron este lugar; sencillamente, les fue imposible seguir adelante.

El hermoso monte Albano, donde hoy en día se asienta la residencia estival del Papa, y las colinas sabinas de Tívoli ya estaban ocupadas. Lo único libre era aquel foco de fiebres palúdicas con sus siete raquíticas colinas.
El que nadie trató de arrebatarles esta parcela es algo seguro, como también es seguro que se habían metido en una ratonera. Así pues, la historia de Roma tuvo unos comienzos francamente dudosos.

¡Pero no aburridos!

Apenas se despertaban por la mañana con cinco mil picaduras de mosquitos, ya empezaban los contratiempos. A tientas alargaban la mano a diestra y siniestra: ninguna mujer yacía junto a ellos.
Se dirigían al baño para lavarse los dientes y no salía agua del grifo. Se asomaban a la puerta, miraban hacia el valle: el Tíber se había desbordado otra vez. “¡Cómo llegaremos nunca a ser un imperio!”, pensaron.

Lo más acuciante era la falta de mujeres. Sólo unos pocos tenían una en propiedad. Es cierto que en turnos de día y de noche pueden aliviarse muchas emergencias, pero la procreación siempre ha exigido tres cuartos de año.

Para empeorar las cosas, el número de hombres fue en aumento progresivo, porque pronto se corrió la voz de que los romanos acogían con los brazos abiertos a todos los vagabundos y proscritos. Por desgracia, entre ellos no había ninguna proscrita.

Es posible, como hicieron los romanos, esperar un acueducto durante trescientos años; pero no a una mujer. Un día les fallaron los nervios, y en una fiesta a la que habían invitado a sus vecinos los sabinos, les raptaron limpiamente las hijas.

Se trata del célebre “Rapto de las Sabinas”.

Joachim Fernau. “Ave, César”. 1975.