Citas para la reflexión

08 septiembre, 2006

La guerra contra el terror

La parte más radical de la organización palestina Hamás, y los terroristas de Hezbolá, deben estar encantados. Todo lo que hace Israel con sus aviones y blindados les da la razón.

La mayoría de los muertos son civiles inocentes de todas las edades. Las operaciones militares se reducen a la sistemática destrucción de las infraestructuras que sirven para crear algo de riqueza y trabajo y para abastecer a la población de alimentos y medicinas. Las ruinas que se generan tienen forma de escuelas, hospitales, viviendas y fábricas que fueron construidas con la ilusión de la paz.

Y lo único que queda en pie cuando se disipa el humo de la pólvora es el muro de la discordia, de los asentamientos más provocadores, las fronteras artificiosas, los búnkeres, y las mochilas llenas de dinamita que han de ejecutar la ley del Talión.

Así es, elevada a categoría de paradigma, la guerra contra el terror. Una fuente de dolor para los inocentes, una burla sangrienta para la idea de la paz, un mitin político para los halcones que todavía anidan en la reserva de las patrias, y un inagotable yacimiento de héroes y terroristas (¡según se mire!) a los que nos les dejan más salida que morir (al estilo Sansón) llevándose el mundo por delante.

La convicción de que todo es terrorismo, y que todo vale para combatirlo, está sirviendo a Israel para hacer política de tierra quemada, para confundir la paz con su brutal hegemonía, para empujar la ola de destrucción que pone la cuenta a cero cada veinte años, y para dar la sensación de que sólo Israel es capaz de defender los intereses políticos y militares del poder occidental.

Gracias a Israel se hace evidente la necesidad de la guerra. Y gracias a su violenta obsesión por la seguridad armada están cobrando cierta lógica los discursos que controlan los arsenales atómicos en función de los alineamientos internacionales y de las simpatías arbitrarias de la gendarmería mundial. Porque no hay más Dios que la guerra, e Israel es su profeta.

La idea de que el terrorista es una plaga bíblica que mata y conspira por nada, como en un juego de rol, es un engaño. Y la afirmación de que el terrorismo no tiene causas ni contextos, y que sólo puede ser vencido mediante la eliminación de su escalón más visible, es un suicidio. Porque el terrorista del que Israel se defiende y nos defiende tiene mucho que ver con el señor que, sentado sobre las ruinas de su casa, al lado de su hijo despanzurrado, decide abrirse camino con ayuda de la muerte.

Quince siglos antes de Maquiavelo, quedó escrito ya el certero diagnóstico: “La violencia engendra violencia”, y “el que a hierro mata a hierro muere”. Y ese es el nudo gordiano que cierra totalmente los términos de la paz.

Para entender España

La agitada y polémica historia española suele servir como arma arrojadiza para que unos y otros refuercen sus tesis.

España pasa por ser un país que cuenta con muchos historiadores por metro cuadrado. Historiadores de pacotilla, eso sí, que no dudan en retorcer los acontecimientos a su antojo para que todo cuadre en un esquema ideológico previamente diseñado. Son aprendices de brujo que desprecian el estudio de los datos, la investigación en los archivos o el testimonio de los protagonistas para lanzarse a difundir panfletos con absoluto desprecio de la realidad histórica. Entre el calvinismo español, por un lado, y las graves deficiencias del sistema educativo, por otro, estos manipuladores encuentran su caldo de cultivo, ya sea para pontificar sobre los Reyes Católicos, para satanizar la cultura musulmana o para desprestigiar a Manuel Azaña.

El discurrir histórico de lo que hoy conocemos como España ha estado plagado de invasiones, guerras, cambios de regímenes políticos, rivalidades dinásticas, revoluciones sociales y transformaciones vertiginosas en algunos períodos. Se trata de un país extenso, donde se hablan cuatro idiomas, que fue metrópoli de un inmenso imperio colonial, que llevó el español y la religión católica al continente americano, y que tuvo un papel relevante en toda Europa. No resulta fácil, por tanto, realizar una obra de síntesis para un público no especializado.

Para subrayar la amplitud de miras de este libro, baste reseñar el comentario que se incluye para definir el decisivo tránsito de la casa de Austria a los Borbones a comienzos del siglo XVIII: “Con los Borbones, España inicia una nueva etapa de su destino histórico. Esta España ya no es una España plural, como lo era en tiempos de los Austrias. Pero a cambio, está más y mejor vertebrada”. Toda una muestra de objetividad y ausencia de prejuicios en dos frases.

El porqué de las biografías (II)

Si no hubiese conocido a tal persona, si no hubiese tomado aquella decisión, si no hubiese nacido de aquellos padres, en aquel país, en esos años... el curso de mi vida, yo mismo, hubiese sido diferente.

Ese juego biográfico de los si retrospectivos, como escribió Benedetto Croce, resulta tan ilusorio como necesario para concebir nuestras vidas como el recorrido de una identidad constante, idéntica a sí misma, enfrentada a encrucijadas y a decisiones que no se han ido llevando hasta estos años, todavía en este país, habiendo conocido a aquella persona, cometido aquel error.

Ahora sabemos, quizás lo hemos sabido siempre, que no somos otra cosa que aquel que cometió aquel error, conoció a aquella persona, nació y vivió en este país y de estos padres y que, justamente, todo ello se une para producir al incierto individuo capaz de concebir y pronunciar esos si retrospectivos que conforman, con su queja, lo que hemos llegado a ser. Estos seres tan lejanos de sí mismos, tan ardientemente anhelantes, hoy más que nunca, de la unidad y del orden que el género biográfico ofrece como redención y como consuelo.
A ese anhelo básico de identidad obedecen todas y cada una de las variantes posibles de la escritura biográfica.

El porqué de las biografías (I)

Decía Josep Pla que quien a los 40 años sigue leyendo novelas es que es un idiota. No es necesario estar de acuerdo para pensar sobre ello.

Para muchos lectores, quizás para Pla también, la poesía es el género de la adolescencia, la novela el de la juventud y la biografía el género de la madurez. Un género este último que ejerce una fascinación especial sobre quienes comienzan a sentir que la vida va en serio; en ese momento en que tan necesitados estamos de orden y de consuelo en medio del ruido y la furia de una vida que galopa y se nos escapa. Son esos años en que el tiempo por detrás ya no tiene escapatoria, cuando el pasado, como decía el poeta Ángel González, nos resulta tan incierto y sobrecogedor como el futuro para los adolescentes. Cuando, a diferencia de ellos, hemos dejado de sentirnos promesas de nosotros mismos y ya no poseemos, como marca de identidad, un futuro abierto e incierto.

Sobrevenidos los 40 y dejados atrás, es el pasado el que se convierte en un horizonte abierto e incierto que es necesario ordenar, dotar de dirección y de propósito; de un significado que redima al ser que hemos llegado, inadvertidamente, a ser. Fue Nietzsche quién llamó redención a la operación por la cual transformamos, en algún momento de la madurez, cada uno de aquellos inciertos fue en un quise que fuera así. De ese anhelo de redención, de orden y de sentido, se alimenta la lectura voraz y la esforzada escritura de biografías. De ese anhelo necesario, redentor, que sin embargo sabemos engañoso y falaz.

La negación de la muerte

Actualmente, en las sociedades industrializadas, sometidas al patrón urbano y consumista, prima el absurdo comportamiento de rechazar de forma radical justo lo único que es absolutamente cosustancial con la vida, esto es, los hechos, no siempre consecuentes, de envejecer y morir.

Instalados en la frágil atalaya que nos ha permitido construir la prepotencia de creernos la especie elegida y superior, y la tendencia de percibirnos cercanos a la omnipotencia gracias a la nueva idealización de un desarrollo científico sin fin, conceptualizamos la muerte como algo disonante, como una incoherencia o un absurdo, como un error inadmisible y fuera de lugar que debería remediarse cuanto antes de una vez por todas.

De ahí que a menudo califiquemos la muerte de nuestros allegados como “injusta”, “mala suerte”, “desgracia”, “increíble”, etc., pero aunque podamos percibir una muerte bajo cualquiera de esas etiquetas, la extinción no tiene nada que ver con ellas. Vida y muerte son dos caras inseparables de la misma moneda. Todos cultivamos con vehemencia el mito del “todavía no era su hora”, pero no puede haber un mejor o peor momento para morir, se muere y punto, con independencia de que uno mismo o los demás estén o no preparados para asumir las consecuencias de cada pérdida.

En la sociedad actual se ha debilitado en gran medida la capacidad individual para saber afrontar el hecho de la muerte, que se niega con obstinación (rebajándonos con ello a una conducta tremendamente inmadura) y, cuando aflora, suele sumir en el desconcierto y la ansiedad a quienes toca de cerca.

La revolución industrial y los drásticos cambios que impuso en la organización social y su ruptura con lo natural, anuló progresivamente el universo de relaciones simbólicas y rituales que habíamos construido durante siglos a fin de poder encararnos con la muerte y, en consecuencia, nos ha dejado con escasos recursos emocionales para afrontar el proceso natural de la extinción.

Hoy, una persona muerta es un estorbo que el propio sistema social impele a hacer desaparecer lo antes posible; su proceso final suele transcurrir en un hospital y un tanatorio, en medio de una tediosa y fría asepsia, pulcritud y burocracia; el fallecido viene a ser una especie de fracaso y su muerte no es un hecho a socializar, a compartir, a trascender, sino un mero trámite legal realizado casi siempre con demasiada frialdad emocional, salvo en lo que afecta a los deudos más directos, claro está.

Conforme hemos ido degradando (desde la perspectiva de las necesidades emocionales humanas) la manera de vivir, en igual medida ha ido empeorando la forma de enfrentarse al hecho de morir. Y viceversa, dado que la actitud ante la vida y la muerte se influyen una a la otra dentro de un círculo de interacciones sin fin.
Pretender seguir con la vida obviando el hecho de la muerte, manteniendo la ficción del “no pasa nada”, obliga a integrarse en la farsa social de una cultura de consumo que solamente potencia el ver, admirar y desear aquello que es joven, saludable y exitoso en cualquiera de sus facetas posibles… por lo que quienes no tienen alguno o todos estos atributos acaban condenados a pagar un elevado precio en forma de marginación más o menos directa. Envejecer o recibir el anuncio de una enfermedad terminal conlleva comenzar a caminar hacia una marginación social más o menos sutil, hacia un dejar de ser y de estar y, a menudo, también, hacia un dejar de significar.

Con frecuencia oigo hablar de la dictadura de la muerte, pero la única dictadura evidente, hasta la fecha, es la que nos impone la vida. Mejor dicho, la que se deriva de la forma que tiene cada cual de vivirla. De hecho, la tiranía bajo la que mantenemos nuestras propias vidas suele cerrar los puentes y puertas que posibilitarían poder vivir la vida y la muerte de quienes nos importan tal como deberíamos. Tal como, tras su desaparición, pensamos que debimos hacer y no hicimos.

Relaciones amorosas masculinas neuróticas

Hay una relación neurótica amorosa frecuente hoy en día, que se refiere a los hombres que, en su desarrollo emocional, han permanecido fijados a una relación infantil con la madre.

Se trata de hombres que, por así decir, nunca fueron destetados; siguen sintiendo como niños; quieren la protección, al amor, el calor, el cuidado y la admiración de la madre; quieren el amor incondicional de la madre, un amor que se da por la única razón de que ellos lo necesitan, porque son sus hijos, porque están desvalidos.

Tales individuos suelen ser muy afectuosos y encantadores cuando tratan de lograr que una mujer los ame, y aun después de haberlo logrado. Pero su relación con la mujer (como, en realidad, con toda la gente) es superficial e irresponsable. Su finalidad es ser amados, no amar.

Suele haber mucha vanidad en ese tipo de hombre e ideas grandiosas más o menos soslayadas. Si han encontrado a la mujer adecuada, se sienten seguros, en la cima del mundo, y pueden desplegar gran cantidad de afecto y encanto, por lo cual suelen ser engañosos. Pero cuando, después de un tiempo, la mujer deja de responder a sus fantásticas aspiraciones, comienzan a aparecer conflictos y resentimientos.

Si la mujer no los admira continuamente, si reclama una vida propia, si quiere sentirse amada y protegida, y en los casos extremos, si no está dispuesta a tolerar sus asuntos amorosos con otras mujeres, el hombre se siente hondamente herido y desilusionado, y habitualmente racionaliza ese sentimiento con la idea de que la mujer “no lo ama, es egoísta o dominadora”.

Esos hombres suelen confundir su conducta afectuosa, su deseo de complacer, con genuino amor, y llegan a sí a la conclusión de que se los trata injustamente; imaginan ser grandes amantes y se quejan amargamente de la ingratitud de su compañera.