El porqué de las biografías (I)
Decía Josep Pla que quien a los 40 años sigue leyendo novelas es que es un idiota. No es necesario estar de acuerdo para pensar sobre ello.
Para muchos lectores, quizás para Pla también, la poesía es el género de la adolescencia, la novela el de la juventud y la biografía el género de la madurez. Un género este último que ejerce una fascinación especial sobre quienes comienzan a sentir que la vida va en serio; en ese momento en que tan necesitados estamos de orden y de consuelo en medio del ruido y la furia de una vida que galopa y se nos escapa. Son esos años en que el tiempo por detrás ya no tiene escapatoria, cuando el pasado, como decía el poeta Ángel González, nos resulta tan incierto y sobrecogedor como el futuro para los adolescentes. Cuando, a diferencia de ellos, hemos dejado de sentirnos promesas de nosotros mismos y ya no poseemos, como marca de identidad, un futuro abierto e incierto.
Sobrevenidos los 40 y dejados atrás, es el pasado el que se convierte en un horizonte abierto e incierto que es necesario ordenar, dotar de dirección y de propósito; de un significado que redima al ser que hemos llegado, inadvertidamente, a ser. Fue Nietzsche quién llamó redención a la operación por la cual transformamos, en algún momento de la madurez, cada uno de aquellos inciertos fue en un quise que fuera así. De ese anhelo de redención, de orden y de sentido, se alimenta la lectura voraz y la esforzada escritura de biografías. De ese anhelo necesario, redentor, que sin embargo sabemos engañoso y falaz.
Para muchos lectores, quizás para Pla también, la poesía es el género de la adolescencia, la novela el de la juventud y la biografía el género de la madurez. Un género este último que ejerce una fascinación especial sobre quienes comienzan a sentir que la vida va en serio; en ese momento en que tan necesitados estamos de orden y de consuelo en medio del ruido y la furia de una vida que galopa y se nos escapa. Son esos años en que el tiempo por detrás ya no tiene escapatoria, cuando el pasado, como decía el poeta Ángel González, nos resulta tan incierto y sobrecogedor como el futuro para los adolescentes. Cuando, a diferencia de ellos, hemos dejado de sentirnos promesas de nosotros mismos y ya no poseemos, como marca de identidad, un futuro abierto e incierto.
Sobrevenidos los 40 y dejados atrás, es el pasado el que se convierte en un horizonte abierto e incierto que es necesario ordenar, dotar de dirección y de propósito; de un significado que redima al ser que hemos llegado, inadvertidamente, a ser. Fue Nietzsche quién llamó redención a la operación por la cual transformamos, en algún momento de la madurez, cada uno de aquellos inciertos fue en un quise que fuera así. De ese anhelo de redención, de orden y de sentido, se alimenta la lectura voraz y la esforzada escritura de biografías. De ese anhelo necesario, redentor, que sin embargo sabemos engañoso y falaz.
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