La negación de la muerte
Actualmente, en las sociedades industrializadas, sometidas al patrón urbano y consumista, prima el absurdo comportamiento de rechazar de forma radical justo lo único que es absolutamente cosustancial con la vida, esto es, los hechos, no siempre consecuentes, de envejecer y morir.
Instalados en la frágil atalaya que nos ha permitido construir la prepotencia de creernos la especie elegida y superior, y la tendencia de percibirnos cercanos a la omnipotencia gracias a la nueva idealización de un desarrollo científico sin fin, conceptualizamos la muerte como algo disonante, como una incoherencia o un absurdo, como un error inadmisible y fuera de lugar que debería remediarse cuanto antes de una vez por todas.
De ahí que a menudo califiquemos la muerte de nuestros allegados como “injusta”, “mala suerte”, “desgracia”, “increíble”, etc., pero aunque podamos percibir una muerte bajo cualquiera de esas etiquetas, la extinción no tiene nada que ver con ellas. Vida y muerte son dos caras inseparables de la misma moneda. Todos cultivamos con vehemencia el mito del “todavía no era su hora”, pero no puede haber un mejor o peor momento para morir, se muere y punto, con independencia de que uno mismo o los demás estén o no preparados para asumir las consecuencias de cada pérdida.
En la sociedad actual se ha debilitado en gran medida la capacidad individual para saber afrontar el hecho de la muerte, que se niega con obstinación (rebajándonos con ello a una conducta tremendamente inmadura) y, cuando aflora, suele sumir en el desconcierto y la ansiedad a quienes toca de cerca.
La revolución industrial y los drásticos cambios que impuso en la organización social y su ruptura con lo natural, anuló progresivamente el universo de relaciones simbólicas y rituales que habíamos construido durante siglos a fin de poder encararnos con la muerte y, en consecuencia, nos ha dejado con escasos recursos emocionales para afrontar el proceso natural de la extinción.
Hoy, una persona muerta es un estorbo que el propio sistema social impele a hacer desaparecer lo antes posible; su proceso final suele transcurrir en un hospital y un tanatorio, en medio de una tediosa y fría asepsia, pulcritud y burocracia; el fallecido viene a ser una especie de fracaso y su muerte no es un hecho a socializar, a compartir, a trascender, sino un mero trámite legal realizado casi siempre con demasiada frialdad emocional, salvo en lo que afecta a los deudos más directos, claro está.
Conforme hemos ido degradando (desde la perspectiva de las necesidades emocionales humanas) la manera de vivir, en igual medida ha ido empeorando la forma de enfrentarse al hecho de morir. Y viceversa, dado que la actitud ante la vida y la muerte se influyen una a la otra dentro de un círculo de interacciones sin fin.
Pretender seguir con la vida obviando el hecho de la muerte, manteniendo la ficción del “no pasa nada”, obliga a integrarse en la farsa social de una cultura de consumo que solamente potencia el ver, admirar y desear aquello que es joven, saludable y exitoso en cualquiera de sus facetas posibles… por lo que quienes no tienen alguno o todos estos atributos acaban condenados a pagar un elevado precio en forma de marginación más o menos directa. Envejecer o recibir el anuncio de una enfermedad terminal conlleva comenzar a caminar hacia una marginación social más o menos sutil, hacia un dejar de ser y de estar y, a menudo, también, hacia un dejar de significar.
Con frecuencia oigo hablar de la dictadura de la muerte, pero la única dictadura evidente, hasta la fecha, es la que nos impone la vida. Mejor dicho, la que se deriva de la forma que tiene cada cual de vivirla. De hecho, la tiranía bajo la que mantenemos nuestras propias vidas suele cerrar los puentes y puertas que posibilitarían poder vivir la vida y la muerte de quienes nos importan tal como deberíamos. Tal como, tras su desaparición, pensamos que debimos hacer y no hicimos.
Instalados en la frágil atalaya que nos ha permitido construir la prepotencia de creernos la especie elegida y superior, y la tendencia de percibirnos cercanos a la omnipotencia gracias a la nueva idealización de un desarrollo científico sin fin, conceptualizamos la muerte como algo disonante, como una incoherencia o un absurdo, como un error inadmisible y fuera de lugar que debería remediarse cuanto antes de una vez por todas.
De ahí que a menudo califiquemos la muerte de nuestros allegados como “injusta”, “mala suerte”, “desgracia”, “increíble”, etc., pero aunque podamos percibir una muerte bajo cualquiera de esas etiquetas, la extinción no tiene nada que ver con ellas. Vida y muerte son dos caras inseparables de la misma moneda. Todos cultivamos con vehemencia el mito del “todavía no era su hora”, pero no puede haber un mejor o peor momento para morir, se muere y punto, con independencia de que uno mismo o los demás estén o no preparados para asumir las consecuencias de cada pérdida.
En la sociedad actual se ha debilitado en gran medida la capacidad individual para saber afrontar el hecho de la muerte, que se niega con obstinación (rebajándonos con ello a una conducta tremendamente inmadura) y, cuando aflora, suele sumir en el desconcierto y la ansiedad a quienes toca de cerca.
La revolución industrial y los drásticos cambios que impuso en la organización social y su ruptura con lo natural, anuló progresivamente el universo de relaciones simbólicas y rituales que habíamos construido durante siglos a fin de poder encararnos con la muerte y, en consecuencia, nos ha dejado con escasos recursos emocionales para afrontar el proceso natural de la extinción.
Hoy, una persona muerta es un estorbo que el propio sistema social impele a hacer desaparecer lo antes posible; su proceso final suele transcurrir en un hospital y un tanatorio, en medio de una tediosa y fría asepsia, pulcritud y burocracia; el fallecido viene a ser una especie de fracaso y su muerte no es un hecho a socializar, a compartir, a trascender, sino un mero trámite legal realizado casi siempre con demasiada frialdad emocional, salvo en lo que afecta a los deudos más directos, claro está.
Conforme hemos ido degradando (desde la perspectiva de las necesidades emocionales humanas) la manera de vivir, en igual medida ha ido empeorando la forma de enfrentarse al hecho de morir. Y viceversa, dado que la actitud ante la vida y la muerte se influyen una a la otra dentro de un círculo de interacciones sin fin.
Pretender seguir con la vida obviando el hecho de la muerte, manteniendo la ficción del “no pasa nada”, obliga a integrarse en la farsa social de una cultura de consumo que solamente potencia el ver, admirar y desear aquello que es joven, saludable y exitoso en cualquiera de sus facetas posibles… por lo que quienes no tienen alguno o todos estos atributos acaban condenados a pagar un elevado precio en forma de marginación más o menos directa. Envejecer o recibir el anuncio de una enfermedad terminal conlleva comenzar a caminar hacia una marginación social más o menos sutil, hacia un dejar de ser y de estar y, a menudo, también, hacia un dejar de significar.
Con frecuencia oigo hablar de la dictadura de la muerte, pero la única dictadura evidente, hasta la fecha, es la que nos impone la vida. Mejor dicho, la que se deriva de la forma que tiene cada cual de vivirla. De hecho, la tiranía bajo la que mantenemos nuestras propias vidas suele cerrar los puentes y puertas que posibilitarían poder vivir la vida y la muerte de quienes nos importan tal como deberíamos. Tal como, tras su desaparición, pensamos que debimos hacer y no hicimos.
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