El destino de la diosa Helena (I): el torneo
Helena. Su hermana mayor era la esposa del rey de Micenas, Agamenón. Los hermanos muertos. Quien gane a Helena ganará Esparta.
Yo la he visto, oh benévolas. Y he sufrido. Oh dioses, cómo he sufrido. Porque nada es más terrible que el mayor premio cuando no se puede alcanzar.
Viajé a Esparta con la vana pretensión de conseguirla, como tantos hicieron desde todas las partes del mundo conocido… Nadie que no estuviera allí habrá podido ver nunca en otro lugar un esplendor como entonces en Esparta. Se habían traído toda clase de tesoros, hubo torneos, se cantó, corrió, saltó, se tiró con arco y flecha, se lanzaron jabalinas, se domaron caballos; algunos incluso sugirieron la idea de averiguar en público emparejamiento quién era el pretendiente más incansable…
¿Y Helena? Ella sonreía. Sonrió hasta que las puertas de la ciudad cayeron a pedazos. Su belleza…, su belleza, era tan indescriptible, de tan arrolladora, aplastante, trituradora pujanza, que ante ella el más viejo de los basiliscos se deshacía en gelatina.
¿Cómo era? ¿Cómo sigue siendo, la incomparable? ¿Queréis una descripción de lo indescriptible? ¡Como si se pudiera reproducir el sol con un par de lámparas de aceite, con pluma y tinta negra el esplendor de colores del campo en primavera!
Afrodita. Fuego negro. Un andar lúbrico. Oro recién fundido mezclado con nata y cinamomo, esa es su piel. Demasiada, infinitamente demasiada mujer en demasiado poca y sabrosa piel; como si tuviera que salirse de ella por todas partes. Los ojos como una noche sin luna, llenos de lejanos fragmentos de estrellas que ningún Ícaro puede alcanzar. Ay.
¿Qué debo decir? Nunca se engendraron tantos niños en una ciudad, nunca se hizo tanto manual sacrificio a Afrodita. A quien la veía se le ensanchaba el pecho y se le estrechaba el faldellín. Después de haberla visto, miles paseaban su falo por Esparta, copulaban con grietas en las paredes, se ordeñaban con ambas manos, mojando el suelo, preñaban estatuas, montaban cabras.
Menelao…, el pobre, el tonto, el necio Menelao, el torpe hermano menor del tosco Agamenón, no llevó mucho consigo para tal singular torneo, sólo oro y plata. Y yo le vi derramarse en las esquinas y gemir ante un tilo partido por un rayo y bañarse en arroyos helados que enseguida empezaban a hervir.
Y cuando me aparté de esa mísera visión, vi a Penélope con un cántaro en la cabeza, camino del pozo, con las manos en las caderas, con una sonrisa tan inteligente como burlona en los labios.
Penélope, sobrina del rey de Esparta. Ojos inteligentes que ocultan ingenio y calidez… Calidez que se vuelve fuego, pero también bienestar, hogar y cuidado…, calidez como la que necesitan los seres humanos y como nunca podrá dar la diosa que alberga el cuerpo de Helena.
Penélope vio la espalda tensa de Menelao y el movimiento de sus codos y sonrió levemente. Luego me miró, bajó la vista a mi faldellín, chasqueó la lengua y sacó agua del pozo. Cuando volvió sostenía en las manos el cántaro lleno; volvió a chasquear la dulce lengua y me vertió un chorro de agua fría encima del faldellín.
– No sé si te ayudará –dijo, con una rápida y resplandeciente sonrisa–, pero quizás aún se te pueda salvar. Ése de ahí –se refería a Menelao– está perdido sin remedio.
Y me dejó allí, regado, con la boca abierta y sin duda con cara de idiota.
Yo la he visto, oh benévolas. Y he sufrido. Oh dioses, cómo he sufrido. Porque nada es más terrible que el mayor premio cuando no se puede alcanzar.
Viajé a Esparta con la vana pretensión de conseguirla, como tantos hicieron desde todas las partes del mundo conocido… Nadie que no estuviera allí habrá podido ver nunca en otro lugar un esplendor como entonces en Esparta. Se habían traído toda clase de tesoros, hubo torneos, se cantó, corrió, saltó, se tiró con arco y flecha, se lanzaron jabalinas, se domaron caballos; algunos incluso sugirieron la idea de averiguar en público emparejamiento quién era el pretendiente más incansable…
¿Y Helena? Ella sonreía. Sonrió hasta que las puertas de la ciudad cayeron a pedazos. Su belleza…, su belleza, era tan indescriptible, de tan arrolladora, aplastante, trituradora pujanza, que ante ella el más viejo de los basiliscos se deshacía en gelatina.
¿Cómo era? ¿Cómo sigue siendo, la incomparable? ¿Queréis una descripción de lo indescriptible? ¡Como si se pudiera reproducir el sol con un par de lámparas de aceite, con pluma y tinta negra el esplendor de colores del campo en primavera!
Afrodita. Fuego negro. Un andar lúbrico. Oro recién fundido mezclado con nata y cinamomo, esa es su piel. Demasiada, infinitamente demasiada mujer en demasiado poca y sabrosa piel; como si tuviera que salirse de ella por todas partes. Los ojos como una noche sin luna, llenos de lejanos fragmentos de estrellas que ningún Ícaro puede alcanzar. Ay.
¿Qué debo decir? Nunca se engendraron tantos niños en una ciudad, nunca se hizo tanto manual sacrificio a Afrodita. A quien la veía se le ensanchaba el pecho y se le estrechaba el faldellín. Después de haberla visto, miles paseaban su falo por Esparta, copulaban con grietas en las paredes, se ordeñaban con ambas manos, mojando el suelo, preñaban estatuas, montaban cabras.
Menelao…, el pobre, el tonto, el necio Menelao, el torpe hermano menor del tosco Agamenón, no llevó mucho consigo para tal singular torneo, sólo oro y plata. Y yo le vi derramarse en las esquinas y gemir ante un tilo partido por un rayo y bañarse en arroyos helados que enseguida empezaban a hervir.
Y cuando me aparté de esa mísera visión, vi a Penélope con un cántaro en la cabeza, camino del pozo, con las manos en las caderas, con una sonrisa tan inteligente como burlona en los labios.
Penélope, sobrina del rey de Esparta. Ojos inteligentes que ocultan ingenio y calidez… Calidez que se vuelve fuego, pero también bienestar, hogar y cuidado…, calidez como la que necesitan los seres humanos y como nunca podrá dar la diosa que alberga el cuerpo de Helena.
Penélope vio la espalda tensa de Menelao y el movimiento de sus codos y sonrió levemente. Luego me miró, bajó la vista a mi faldellín, chasqueó la lengua y sacó agua del pozo. Cuando volvió sostenía en las manos el cántaro lleno; volvió a chasquear la dulce lengua y me vertió un chorro de agua fría encima del faldellín.
– No sé si te ayudará –dijo, con una rápida y resplandeciente sonrisa–, pero quizás aún se te pueda salvar. Ése de ahí –se refería a Menelao– está perdido sin remedio.
Y me dejó allí, regado, con la boca abierta y sin duda con cara de idiota.
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