Citas para la reflexión

11 junio, 2006

El destino de la diosa Helena (II): la decisión

Esa noche fui a ver al rey Tindareo, cuya perplejidad flotaba sobre la ciudad como unas nubes viejas que no quieren romper a llover ni marcharse. Tindareo y Autólico, mi abuelo, eran viejos amigos, y el rey prestó oídos al nieto de Autólico.

–¿Qué quiere Helena? –le pregunté.

Estaba sentado en un banco de piedra, y bebía vino diluido en una sencilla copa; se refregó la espalda contra el muro y miró fijamente el oscuro jardín. Estábamos solos.

–¿Helena? –dijo; suspiró y señaló el cielo con la frente–. Quiere la Luna y todos los hombres del mundo, siempre que no se hayan puesto en ridículo ni estén extenuados sin remedio. A ser posible todos, tanto a la vez como uno tras otro.

–¿Prefiere a algún pretendiente?

Se limitó a gruñir.

–¿Puedo darte un consejo, señor de Esparta?

Tindareo me lanzó una mirada desconfiada.

–El consejo, o no vale nada, o es caro. ¿Qué quieres, si tu consejo es bueno?

–Mi precio es razonable.

–Dime el precio, y si lo considero razonable pensaré si quiero oír el consejo.

–Mi precio es una palabra tuya a mi favor. He visto a Penélope, y su inteligente calidez ha ahuyentado mi anhelo del fuego helado de las lejanas estrellas, igual que una cálida luz ahuyenta la desesperación del muchacho que vaga por la noche.

Tindareo bebió de su copa un largo trago.

–Nieto de mi querido amigo –dijo entonces–, he oído hablar de tu inteligencia. Ahora oigo de tus labios el resultado de esa inteligencia. No puedo prometerte nada; Icario es un hombre orgulloso y buen hermano mío, y Penélope es tan inteligente como hermosa, y aún más independiente que inteligente. Será su decisión…, pero les diré a ella y a sus padres lo que yo considero una buena decisión. Ahora, tu consejo.

–Entrégala a Menelao.

Dejó caer la copa y me miró perplejo, con los ojos muy abiertos y la mandíbula caída.

–¿A Menelao? –graznó–. ¿A Menelao el insípido? ¿A Menelao el necio? ¿Él… y Helena?

–Su hermano Agamenón, tu yerno, es rico y poderoso. Un verdadero aqueo.

Tindareo asintió. Yo no lo había dicho como amenaza, pero el viejo micénico comprendió.

–Entrégala a Idomeneo y todos se la disputarán. Quizás empiecen una guerra. Entrégala a otro y ocurrirá lo mismo. Nadie se conformará con que otro sea el preferido. Pero… ¿quién va a competir con Menelao? Nadie. Se alabará el abismo insondable de tus decisiones, oh rey.

–Eres… astuto, Ulises. –Tindareo juntó con el pie los trozos de la copa, volvió a separarlos, alzó la cabeza y me miró-. Muy astuto. ¿No será mejor que te la dé a ti?

Yo levanté las manos.

–¡Perdóname, príncipe! ¿Yo tu yerno, en Esparta, con esa diosa? Me consumirá y… Además, en lo que se refiere al trono: Menelao es fácil de manejar. Helena es una mujer muy inteligente, y más que eso. Tendrás un yerno dócil. Y cuando mueras, señor, Helena será reina… no Menelao rey. Nadie refunfuñará, y mucho menos amenazará con la violencia: juntas Esparta y Micenas, con Agamenón, el hermano de Menelao, son demasiado fuertes.

Tindareo calló; parecía cavilar.

–¿Una razón más? –no pude reprimir del todo una risita–. Menelao intenta apagar con las manos el fuego que la visión de Helena ha avivado en sus ingles. Hombres más inteligentes que hacen cosas parecidas volverán a entrar en razón; en él veo el peligro de que se mate con ambas manos. Sería quizás el primer suicidio de esta clase, pero… Agamenón podría enfadarse contigo si su hermano muriese de un modo tan ridículo.

Tindareo rió hasta que las lágrimas empaparon su ropa. Luego se levantó y me abrazó.

A la mañana siguiente reunió a los pretendientes y anunció su decisión. Helena asintió; estaba sentada junto a él y contemplaba la asamblea, y jamás vi unos ojos tan devoradores como los suyos a esas horas.

Durante los siguientes días, Tindareo pidió a los príncipes de los países aqueos que se quedaran un poco más; temía (y yo le había aconsejado sentir ese temor) que de la disputa en torno a Helena pudiera surgir alguna otra hostilidad; sería mejor buscar la amistad en paz durante unos días más.

La amistad siempre se oculta detrás de sillares sueltos, o se escurre por rincones inaccesibles. Hay que ponerle un cebo, hacerle cosquillas, atraerla. Lo hicimos… A veces a disgusto, lo admito; ¿quién quiere tener amistad con hombres como Aquiles o Diomedes? Algunos preferirían acostarse con una culebra.

Aun así, lo intentamos. Entonces el micénico Palamedes de Nauplia tuvo la estúpida idea de que había que hacer algo para fomentar y asentar la unidad de todos los aqueos.

Propuso emprender una campaña bélica para fomentar la unidad y el bienestar. Adonde fuera… Al norte, al este, al sur, al oeste, daba igual; sólo hacia un objetivo que mereciera la pena. Troya, las ciudades de los fenicios, el país de los juncos, lo que fuera. Fama, honor, botín, riqueza, armonía…

En ese momento decidí marcharme a casa, a Ítaca, con mi espléndida nueva esposa. No quería saber nada de una empresa tan falta de cerebro.