El asalto de Cuenca
El asalto de Cuenca, única victoria de la campaña, dejó en la memoria de Gabriel una huella profunda. El tropel de los hombres con boina, después de rebasar las murallas débiles como tapias, entraba cual arroyos desbordados por diferentes calles de la ciudad. Los tiros desde las ventanas no lograban detenerles. Todos estaban pálidos, con los labios descoloridos, los ojos brillantes y un temblor homicida en las manos. El peligro arrostrado y la certeza de que por fin eran dueños de la ciudad les enloquecía. Las puertas de los edificios caían a culatazos. Salían hombres despavoridos que caían en mitad del arroyo atravesados por las bayonetas; dentro de las casas veíanse mujeres desgreñadas debatiéndose entre los brazos de los asaltantes, arañándoles con una mano en el rostro mientras con la otra pugnaban para sostener sus ropas.
Gabriel Luna vio como en el Instituto los más montaraces rompían a culatazos los aparatos del gabinete de Física. Clamaban contra aquellas invenciones del demonio, con las cuales creían ellos que los impíos se comunicaban con el gobierno de Madrid, y machacaban contra el suelo con el fusil y con los pies las doradas ruedas de los aparatos, los discos y las primeras pilas de electricidad.
El seminarista contemplaba satisfecho esta destrucción. Él también odiaba, pero con odio reflexivo amamantado en el seminario, las ciencias positivas y materiales, que al final de todas sus deducciones llegaban fatalmente a la negación de Dios. Aunque aquellos hijos de las montañas, en su santa ignorancia, hacían sin saberlo una gran cosa. ¡Ah, si toda la nación les imitase!
En otros tiempos no existían los chirimbolos de la ciencia, y España era más dichosa. Para vivir santamente bastaba con la sabiduría de los sacerdotes y la ignorancia popular, que proporciona una beatífica tranquilidad. ¿Para qué más? Así había permanecido el país durante los siglos más gloriosos de su historia.
Extracto de un libro escrito en 1903.
Gabriel Luna vio como en el Instituto los más montaraces rompían a culatazos los aparatos del gabinete de Física. Clamaban contra aquellas invenciones del demonio, con las cuales creían ellos que los impíos se comunicaban con el gobierno de Madrid, y machacaban contra el suelo con el fusil y con los pies las doradas ruedas de los aparatos, los discos y las primeras pilas de electricidad.
El seminarista contemplaba satisfecho esta destrucción. Él también odiaba, pero con odio reflexivo amamantado en el seminario, las ciencias positivas y materiales, que al final de todas sus deducciones llegaban fatalmente a la negación de Dios. Aunque aquellos hijos de las montañas, en su santa ignorancia, hacían sin saberlo una gran cosa. ¡Ah, si toda la nación les imitase!
En otros tiempos no existían los chirimbolos de la ciencia, y España era más dichosa. Para vivir santamente bastaba con la sabiduría de los sacerdotes y la ignorancia popular, que proporciona una beatífica tranquilidad. ¿Para qué más? Así había permanecido el país durante los siglos más gloriosos de su historia.
Extracto de un libro escrito en 1903.
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