La guerra contra el terror
La mayoría de los muertos son civiles inocentes de todas las edades. Las operaciones militares se reducen a la sistemática destrucción de las infraestructuras que sirven para crear algo de riqueza y trabajo y para abastecer a la población de alimentos y medicinas. Las ruinas que se generan tienen forma de escuelas, hospitales, viviendas y fábricas que fueron construidas con la ilusión de la paz.
Y lo único que queda en pie cuando se disipa el humo de la pólvora es el muro de la discordia, de los asentamientos más provocadores, las fronteras artificiosas, los búnkeres, y las mochilas llenas de dinamita que han de ejecutar la ley del Talión.
Así es, elevada a categoría de paradigma, la guerra contra el terror. Una fuente de dolor para los inocentes, una burla sangrienta para la idea de la paz, un mitin político para los halcones que todavía anidan en la reserva de las patrias, y un inagotable yacimiento de héroes y terroristas (¡según se mire!) a los que nos les dejan más salida que morir (al estilo Sansón) llevándose el mundo por delante.
La convicción de que todo es terrorismo, y que todo vale para combatirlo, está sirviendo a Israel para hacer política de tierra quemada, para confundir la paz con su brutal hegemonía, para empujar la ola de destrucción que pone la cuenta a cero cada veinte años, y para dar la sensación de que sólo Israel es capaz de defender los intereses políticos y militares del poder occidental.
Gracias a Israel se hace evidente la necesidad de la guerra. Y gracias a su violenta obsesión por la seguridad armada están cobrando cierta lógica los discursos que controlan los arsenales atómicos en función de los alineamientos internacionales y de las simpatías arbitrarias de la gendarmería mundial. Porque no hay más Dios que la guerra, e Israel es su profeta.
La idea de que el terrorista es una plaga bíblica que mata y conspira por nada, como en un juego de rol, es un engaño. Y la afirmación de que el terrorismo no tiene causas ni contextos, y que sólo puede ser vencido mediante la eliminación de su escalón más visible, es un suicidio. Porque el terrorista del que Israel se defiende y nos defiende tiene mucho que ver con el señor que, sentado sobre las ruinas de su casa, al lado de su hijo despanzurrado, decide abrirse camino con ayuda de la muerte.
Quince siglos antes de Maquiavelo, quedó escrito ya el certero diagnóstico: “La violencia engendra violencia”, y “el que a hierro mata a hierro muere”. Y ese es el nudo gordiano que cierra totalmente los términos de la paz.