Citas para la reflexión

27 junio, 2006

Las cosas que le importan a la gente corriente

A la gente normal y corriente, que no somos los periodistas ni los políticos, le preocupa lo que le preocupa. Es decir, lo que dicen los políticos y lo que transmitimos los informadores o lo que nosotros instamos a los políticos a que nos digan le importa un bledo a la mayoría de la gente.

No hay nada como salir de tu círculo y leer otros periódicos, allí donde estés, para darte cuenta de que los periodistas y los políticos somos en la mayoría de los casos una especie de elementos retroalimentadores de no sé muy bien qué cosas. Basta con huir de Madrid y Barcelona para darse cuenta.

En los últimos días y por distintas cuestiones, he tenido que viajar a La Rioja, a Albacete y a Oviedo y reconozco que me ha entrado complejo de urbanita estúpido, porque absolutamente nadie, salvo los más involucrados de entre los políticos con los que estuve, me preguntó por mis temas habituales.

Lo cierto es que nadie me consultó sobre la definición de su autonomía, sobre las competencias pendientes o las negociaciones ocultadas pero evidentes. A la gente con quien hablé le importaba todo esto un pepino.

En Albacete, un paisano me dijo que lo que nos faltaba a los tertulianos era “sentido común”. Me dejó planchado porque creo que me tocó la fibra y dio donde más duele. Las verdades ofenden. Aquel caballero manchego, con una sonrisa y con la admiración de quien habla con alguien a quien ha visto sólo por la tele, lo que quiso decirme es que me dejara de historias y fuera a lo que le importaba a él y a los de Asturias, Valencia o Logroño.

A los políticos y periodistas nos debe encantar crear problemas para tratarlos después. Algo así como cuenta el chiste: dos locos huyen por el desierto a la carrera. Uno de ellos porta un enorme yunque. El otro le pregunta: “¿Para qué llevas ese yunque?”. A lo que el otro responde: “Porque si nos persiguen, lo suelto, y así voy y corro más deprisa”. Pues eso.

17 junio, 2006

Yo necesito un padre ejemplar...

Jane es la típica adolescente, malhumorada, insegura y confusa, en el seno de una familia americana de clase media-alta aparentemente normal, pero en realidad bastante desestructurada y donde reina una gran confusión.
Hace unas semanas que ha conocido a Ricky, su nuevo vecino y compañero de instituto, con quien ha establecido una inusual relación de pareja marcada por la sinceridad.

(…)

–Yo odiaría a mi padre si hiciese algo así conmigo –dice Jane–. Espera… yo ya odio a mi padre.
–¿Por qué? –pregunta Ricky.
–Es un cabronazo, está colado por mi amiga Angela y eso es… asqueroso.
–¿Querías… que estuviera colado por ti?
–Que asco… ¡no!. –Jane se queda meditando unos instantes–. Pero me gustaría ser la mitad de importante para él que ella. Si piensas que mi padre es inofensivo, te equivocas. Está causando un tremendo daño psicológico en mí –dice, con un cierto tono de sorna.
–¿Cómo?
–Bueno, verás, yo necesito organización… y puta disciplina.

Ambos se ríen.

–Lo digo en serio, ¿cómo no va a causarme daño? Yo necesito un padre ejemplar, no un niñato capullo que manche los calzoncillos cuando traigo a una amiga del colegio… ¡Qué gilipollas! Deberían sacrificarle y que deje ya de sufrir.
–¿Quieres que lo mate?

Ella se incorpora y lo mira fijamente a los ojos durante unos instantes.

–Sí… ¿Lo harías?
–Cuesta dinero.
–Llevo cuidando niños desde los diez años. Tengo casi 3000 dólares ahorrados. Aunque lo ahorraba para operarme las tetas, pero…

Ambos se ríen de nuevo.

–Oye, eso… no está demasiado bien. Me refiero a lo de contratar a alguien para que mate a tu padre…
–Creo que no soy una chica muy buena, ¿verdad? –se pregunta Jane con tono apesadumbrado.

Los dos se quedan en silencio mirándose.

–Tú sabes que no hablo en serio –se justifica finalmente ella.
–Pues claro.

Se acuestan juntos sin dejar de mirarse y acariciarse suavemente. Los minutos van pasando.

–Que suerte hemos tenido al encontrarnos –susurra él.



11 junio, 2006

El destino de la diosa Helena (II): la decisión

Esa noche fui a ver al rey Tindareo, cuya perplejidad flotaba sobre la ciudad como unas nubes viejas que no quieren romper a llover ni marcharse. Tindareo y Autólico, mi abuelo, eran viejos amigos, y el rey prestó oídos al nieto de Autólico.

–¿Qué quiere Helena? –le pregunté.

Estaba sentado en un banco de piedra, y bebía vino diluido en una sencilla copa; se refregó la espalda contra el muro y miró fijamente el oscuro jardín. Estábamos solos.

–¿Helena? –dijo; suspiró y señaló el cielo con la frente–. Quiere la Luna y todos los hombres del mundo, siempre que no se hayan puesto en ridículo ni estén extenuados sin remedio. A ser posible todos, tanto a la vez como uno tras otro.

–¿Prefiere a algún pretendiente?

Se limitó a gruñir.

–¿Puedo darte un consejo, señor de Esparta?

Tindareo me lanzó una mirada desconfiada.

–El consejo, o no vale nada, o es caro. ¿Qué quieres, si tu consejo es bueno?

–Mi precio es razonable.

–Dime el precio, y si lo considero razonable pensaré si quiero oír el consejo.

–Mi precio es una palabra tuya a mi favor. He visto a Penélope, y su inteligente calidez ha ahuyentado mi anhelo del fuego helado de las lejanas estrellas, igual que una cálida luz ahuyenta la desesperación del muchacho que vaga por la noche.

Tindareo bebió de su copa un largo trago.

–Nieto de mi querido amigo –dijo entonces–, he oído hablar de tu inteligencia. Ahora oigo de tus labios el resultado de esa inteligencia. No puedo prometerte nada; Icario es un hombre orgulloso y buen hermano mío, y Penélope es tan inteligente como hermosa, y aún más independiente que inteligente. Será su decisión…, pero les diré a ella y a sus padres lo que yo considero una buena decisión. Ahora, tu consejo.

–Entrégala a Menelao.

Dejó caer la copa y me miró perplejo, con los ojos muy abiertos y la mandíbula caída.

–¿A Menelao? –graznó–. ¿A Menelao el insípido? ¿A Menelao el necio? ¿Él… y Helena?

–Su hermano Agamenón, tu yerno, es rico y poderoso. Un verdadero aqueo.

Tindareo asintió. Yo no lo había dicho como amenaza, pero el viejo micénico comprendió.

–Entrégala a Idomeneo y todos se la disputarán. Quizás empiecen una guerra. Entrégala a otro y ocurrirá lo mismo. Nadie se conformará con que otro sea el preferido. Pero… ¿quién va a competir con Menelao? Nadie. Se alabará el abismo insondable de tus decisiones, oh rey.

–Eres… astuto, Ulises. –Tindareo juntó con el pie los trozos de la copa, volvió a separarlos, alzó la cabeza y me miró-. Muy astuto. ¿No será mejor que te la dé a ti?

Yo levanté las manos.

–¡Perdóname, príncipe! ¿Yo tu yerno, en Esparta, con esa diosa? Me consumirá y… Además, en lo que se refiere al trono: Menelao es fácil de manejar. Helena es una mujer muy inteligente, y más que eso. Tendrás un yerno dócil. Y cuando mueras, señor, Helena será reina… no Menelao rey. Nadie refunfuñará, y mucho menos amenazará con la violencia: juntas Esparta y Micenas, con Agamenón, el hermano de Menelao, son demasiado fuertes.

Tindareo calló; parecía cavilar.

–¿Una razón más? –no pude reprimir del todo una risita–. Menelao intenta apagar con las manos el fuego que la visión de Helena ha avivado en sus ingles. Hombres más inteligentes que hacen cosas parecidas volverán a entrar en razón; en él veo el peligro de que se mate con ambas manos. Sería quizás el primer suicidio de esta clase, pero… Agamenón podría enfadarse contigo si su hermano muriese de un modo tan ridículo.

Tindareo rió hasta que las lágrimas empaparon su ropa. Luego se levantó y me abrazó.

A la mañana siguiente reunió a los pretendientes y anunció su decisión. Helena asintió; estaba sentada junto a él y contemplaba la asamblea, y jamás vi unos ojos tan devoradores como los suyos a esas horas.

Durante los siguientes días, Tindareo pidió a los príncipes de los países aqueos que se quedaran un poco más; temía (y yo le había aconsejado sentir ese temor) que de la disputa en torno a Helena pudiera surgir alguna otra hostilidad; sería mejor buscar la amistad en paz durante unos días más.

La amistad siempre se oculta detrás de sillares sueltos, o se escurre por rincones inaccesibles. Hay que ponerle un cebo, hacerle cosquillas, atraerla. Lo hicimos… A veces a disgusto, lo admito; ¿quién quiere tener amistad con hombres como Aquiles o Diomedes? Algunos preferirían acostarse con una culebra.

Aun así, lo intentamos. Entonces el micénico Palamedes de Nauplia tuvo la estúpida idea de que había que hacer algo para fomentar y asentar la unidad de todos los aqueos.

Propuso emprender una campaña bélica para fomentar la unidad y el bienestar. Adonde fuera… Al norte, al este, al sur, al oeste, daba igual; sólo hacia un objetivo que mereciera la pena. Troya, las ciudades de los fenicios, el país de los juncos, lo que fuera. Fama, honor, botín, riqueza, armonía…

En ese momento decidí marcharme a casa, a Ítaca, con mi espléndida nueva esposa. No quería saber nada de una empresa tan falta de cerebro.

El destino de la diosa Helena (I): el torneo

Helena. Su hermana mayor era la esposa del rey de Micenas, Agamenón. Los hermanos muertos. Quien gane a Helena ganará Esparta.

Yo la he visto, oh benévolas. Y he sufrido. Oh dioses, cómo he sufrido. Porque nada es más terrible que el mayor premio cuando no se puede alcanzar.

Viajé a Esparta con la vana pretensión de conseguirla, como tantos hicieron desde todas las partes del mundo conocido… Nadie que no estuviera allí habrá podido ver nunca en otro lugar un esplendor como entonces en Esparta. Se habían traído toda clase de tesoros, hubo torneos, se cantó, corrió, saltó, se tiró con arco y flecha, se lanzaron jabalinas, se domaron caballos; algunos incluso sugirieron la idea de averiguar en público emparejamiento quién era el pretendiente más incansable…

¿Y Helena? Ella sonreía. Sonrió hasta que las puertas de la ciudad cayeron a pedazos. Su belleza…, su belleza, era tan indescriptible, de tan arrolladora, aplastante, trituradora pujanza, que ante ella el más viejo de los basiliscos se deshacía en gelatina.

¿Cómo era? ¿Cómo sigue siendo, la incomparable? ¿Queréis una descripción de lo indescriptible? ¡Como si se pudiera reproducir el sol con un par de lámparas de aceite, con pluma y tinta negra el esplendor de colores del campo en primavera!

Afrodita. Fuego negro. Un andar lúbrico. Oro recién fundido mezclado con nata y cinamomo, esa es su piel. Demasiada, infinitamente demasiada mujer en demasiado poca y sabrosa piel; como si tuviera que salirse de ella por todas partes. Los ojos como una noche sin luna, llenos de lejanos fragmentos de estrellas que ningún Ícaro puede alcanzar. Ay.

¿Qué debo decir? Nunca se engendraron tantos niños en una ciudad, nunca se hizo tanto manual sacrificio a Afrodita. A quien la veía se le ensanchaba el pecho y se le estrechaba el faldellín. Después de haberla visto, miles paseaban su falo por Esparta, copulaban con grietas en las paredes, se ordeñaban con ambas manos, mojando el suelo, preñaban estatuas, montaban cabras.

Menelao…, el pobre, el tonto, el necio Menelao, el torpe hermano menor del tosco Agamenón, no llevó mucho consigo para tal singular torneo, sólo oro y plata. Y yo le vi derramarse en las esquinas y gemir ante un tilo partido por un rayo y bañarse en arroyos helados que enseguida empezaban a hervir.

Y cuando me aparté de esa mísera visión, vi a Penélope con un cántaro en la cabeza, camino del pozo, con las manos en las caderas, con una sonrisa tan inteligente como burlona en los labios.

Penélope, sobrina del rey de Esparta. Ojos inteligentes que ocultan ingenio y calidez… Calidez que se vuelve fuego, pero también bienestar, hogar y cuidado…, calidez como la que necesitan los seres humanos y como nunca podrá dar la diosa que alberga el cuerpo de Helena.

Penélope vio la espalda tensa de Menelao y el movimiento de sus codos y sonrió levemente. Luego me miró, bajó la vista a mi faldellín, chasqueó la lengua y sacó agua del pozo. Cuando volvió sostenía en las manos el cántaro lleno; volvió a chasquear la dulce lengua y me vertió un chorro de agua fría encima del faldellín.

– No sé si te ayudará –dijo, con una rápida y resplandeciente sonrisa–, pero quizás aún se te pueda salvar. Ése de ahí –se refería a Menelao– está perdido sin remedio.

Y me dejó allí, regado, con la boca abierta y sin duda con cara de idiota.

10 junio, 2006

Quería regalarte una palabra: “Compasión”

- ¿Sigues escribiendo tu libro de palabras?
- La pregunta de Nyneve me sorprende. Me enderezo y la miro. Mi amiga, que también está trabajando en el huerto, descansa apoyada en la azada.
- Sí, ¿por qué?
- Porque quería regalarte una palabra. La mejor de todas.
- ¿Ah, sí? ¿Cuál es?
- Compasión. Que, como sabes, es la capacidad de meterse en el pellejo del prójimo y de sentir con el otro lo que él siente.
- Sí, me gusta. Pero, ¿por qué dices que es la mejor?
- Porque es la única de las grandes palabras por la que no se hiere, no se tortura, no se apresa y no se mata... Antes al contrario, evita todo eso.
Hay otras palabras muy bellas: amor, libertad, honor, justicia...
Pero todas ellas, absolutamente todas, pueden ser manipuladas, pueden ser utilizadas como arma arrojadiza y causar víctimas.
Por su amor a Dios encienden los cruzados las piras, y por aberrante amor matan los amantes celosos a sus amadas.
Los nobles maltratan y abusan bárbaramente de sus siervos en nombre de su supuesto honor; la libertad de unos puede suponer prisión y muerte para otros y, en cuanto a la justicia, todos creen tenerla de su parte, incluso los tiranos más atroces.
Sólo la compasión impide estos excesos; es una idea que no puede imponerse a sangre y fuego sobre los otros, porque te obliga a hacer justamente lo contrario, te obliga a acercarte a los demás, a sentirlos y entenderlos. La compasión es el núcleo de lo mejor que somos...
Acuérdate de esta palabra, mi Leola. Y, cuando te acuerdes, piensa también un poco en mí.

Rosa Montero. Historia del rey transparente. 2005.

03 junio, 2006

Antes de juzgar a una persona

Cuando viene a visitarme la señora Razman, nunca me pregunta nada acerca de ti, pero sé que te considera una ingrata. “Los jóvenes –dice a veces– no tienen corazón, no tienen el respeto que tenían antaño”.

A fin de que no prosiga, yo asiento, pero para mis adentros estoy convencida de que el corazón sigue siendo el mismo de siempre, solo que hay menos hipocresía, eso es todo.

Los jóvenes no son egoístas por naturaleza, de la misma manera que los viejos no son naturalmente sabios. Comprensión y superficialidad no son asuntos de años, sino del camino que cada uno recorre.

En algún sitio que no recuerdo, hace muchos años, leí un lema de los indios americanos que decía: “Antes de juzgar a una persona, camina durante tres lunas con sus mocasines”.

Vistas desde fuera, muchas existencias parecen equivocadas, irracionales, locas. Mientras nos mantenemos fuera es fácil entender mal a las personas, sus relaciones. Solamente estando dentro, solamente caminando tres lunas con sus mocasines, pueden entenderse sus motivaciones, sus sentimientos, aquello que hace que
una persona actúe de determinada manera.

La comprensión nace de la humildad, no del orgullo del saber.

Susana Tamaro. “Donde el corazón te lleve”. 1994.

La Psicohistoria y la decadencia del Imperio

Los espectadores eran pocos y todos habían sido extraídos de entre los barones del Imperio. La prensa y el público estaban excluidos, y era dudoso que el público general supiera siquiera que se llevaba a cabo un juicio contra el Dr. Hari Seldon. La atmósfera era de oculta hostilidad hacia los acusados. El abogado de la comisión consultó sus notas y el interrogatorio prosiguió, con Seldon aún en el estrado.

P. Veamos, Dr. Seldon ¿cuántos hombres componen en este momento el proyecto que usted dirige?
R. 50 matemáticos.
P. ¿No serán unos 100.000?
R. ¿Matemáticos? No.
P. No he dicho que fueran matemáticos. ¿Son 100.000 en total?.
R. En total, su cifra es posible que sea correcta.
P. Es posible, yo digo que es así. Digo que los hombres de su proyecto son 98.572.
R. Me parece que está contando a mujeres y niños.
P. 98.572 individuos es lo que pretendía decir...
R. Acepto las cifras.

P. Olvidémonos de éstos por un momento pues, y dediquémonos a otra cuestión que ya hemos discutido exhaustivamente. ¿Quiere repetirnos, Dr. Hari Seldon, sus ideas respecto al futuro de Trántor?
R. He dicho, y lo repito, que Trántor quedará convertido en ruinas dentro de cinco siglos.
P. ¿No considera que su declaración es desleal?
R. No señor. La verdad científica está más allá de toda lealtad y deslealtad.
P. ¿Está seguro de que su declaración representa toda la verdad científica?
R. Lo estoy.
P. ¿En qué se basa?
R. En las matemáticas de la Psicohistoria.
P. ¿Puede demostrar que estas matemáticas son válidas?
R. Sólo a otro matemático.
P. Así pues, eso significa que su verdad es de una naturaleza tan esotérica que un hombre normal y corriente no puede comprenderla. A mí me parece que la verdad tendría que ser mucho más clara, menos misteriosa, más abierta a la mente.
R. No presenta ninguna dificultad para según que mentes. Las leyes físicas de la transferencia de energía, que conocemos como termodinámica, ha sido claras y diáfanas durante toda la historia del hombre desde edades míticas; sin embargo, debe de haber gente que en la actualidad no sería capaz de dibujar un motor. También puede ocurrirle a gente de de gran inteligencia. Dudo que los doctos comisionados aquí presentes…

En este punto, uno de los comisionados se inclinó hacia el abogado. No se oyeron sus palabras, pero el silbido de su voz reveló una cierta aspereza. El abogado se sonrojó e interrumpió a Seldon.

P. No estamos aquí para oír discursos, Dr. Seldon. Supongamos que ya ha dado por demostrada su teoría. Permítame que señale la posibilidad de que sus predicciones de desastre estén destinadas a socavar la confianza pública en el Imperio por razones que sólo usted conoce.
R. No es así.
P. Supongamos que Vd. declara que el período anterior a la así llamada ruina de Trántor estará lleno de desórdenes de diversos tipos…
R. Es correcto.
P. Y que mediante esa mera predicción, usted espera provocarlos, y tener un ejército de 100.000 hombres disponibles.
R. En primer lugar, está usted equivocado. Y si no lo estuviera, una investigación le demostraría que en mi equipo no hay más de 10.000 hombres en edad militar, y ninguno de ellos tiene experiencia en armas.
P. ¿Es usted completamente desinteresado? ¿Está sirviendo a la ciencia?
R. Sí.
P. Veamos cómo. ¿Puede cambiarse el futuro de toda la raza humana?
R. Sí.
P. ¿Fácilmente?
R. No. Con gran dificultad.
P. ¿Por qué?
R. La tendencia psicohistórica de un planeta lleno de gente implica una gran inercia. Para cambiarla debe encontrarse con algo que posea una inercia similar. O ha de intervenir muchísima gente o, si el número de personas es relativamente pequeño, se necesita un tiempo enorme para el cambio. ¿Lo comprende?
P. Creo que sí. Trántor no necesita sucumbir, si un gran número de personas deciden actuar de modo que no ocurra así.
R. Eso es.
P. ¿Unas 100.000 personas?
R. No, señor. Eso es muy poco.
P. ¿Está seguro?
R. Considere que Trántor, la capital del Imperio, tiene una población de más de 40 mil millones. Considere también que la tendencia que nos lleva a la ruina no pertenece únicamente a Trántor, sino a todo el Imperio Galáctico y éste contiene cerca de 1000 billones de seres humanos.
P. Comprendo. Entonces quizá 100.000 personas puedan cambiar la tendencia, si ellos y sus descendientes trabajan durante 500 años.
R. Me temo que no. 500 años es muy poco tiempo.
P. ¡Ah! En ese caso doctor Seldon, sus declaraciones no estaban encaminadas a esta deducción. Ha reunido a 100.000 personas en los confines de su proyecto. Pero no son suficientes para cambiar la historia de Trántor en 500 años. En otras personas, no pueden evitar la destrucción de Trántor hagan lo que hagan.
R. Desgraciadamente, tiene usted razón.
P. Y, por otro lado, sus 100.000 personas no persiguen ningún fin ilegal.
R. Exacto.
P. En ese caso, doctor Seldon… preste atención, porque queremos una respuesta clara. ¿Para qué servirán sus 100.000 personas?

La voz del abogado se hizo estridente. Había atendido la trampa; logró arrinconar a Seldon; apartarle de cualquier posibilidad de respuesta. Hari Seldon no se alteró. Esperó a que cesaran los murmullos entre los comisionados.

R. Para reducir al mínimo los efectos de esa destrucción.
P. ¿A qué se refiere exactamente con esto?
R. La explicación es muy sencilla. La próxima destrucción de Trántor no es un suceso aislado del esquema del desarrollo humano. Será el punto culminante de un intrincado drama que empezó hace siglos y acelera continuamente su velocidad. Me refiero, caballeros, a la continua decadencia del Imperio Galáctico.
P. ¿Se da cuenta, doctor Seldon, de que está hablando de un Imperio que existe desde hace 12.000 años, a pesar de todas las vicisitudes de las generaciones, y que está respaldado por los buenos deseos y el amor de 1000 billones de seres humanos?
R. Estoy tan al corriente de la situación actual como de la pasada historia del Imperio. Aunque no pretendo ser descortés, creo que la conozco mejor que cualquier otra persona de esta habitación.
P. ¿Y predice su ruina?
R. Es una predicción hecha por las matemáticas de la Psicohistoria. No hago ningún juicio moral. Personalmente, lamento la perspectiva. Aunque se admitiera que el Imperio no es conveniente, el estado de anarquía que seguiría a su caída sería aún peor. Es ese estado de anarquía lo que mi proyecto pretende combatir. Sin embargo, la caída del Imperio, caballeros, es algo monumental y no puede combatirse fácilmente. Está dictada por una burocracia en aumento, una recesión de la iniciativa, una congelación de las castas, un estancamiento de la curiosidad… y muchos factores más. Como ya he dicho, hace siglos que se prepara y es algo demasiado grandioso para detenerlo.
P. ¿No es algo evidente para todo el mundo que el Imperio está tan fuerte como siempre?
R. La apariencia de fuerza no es más que una ilusión. Parece tener que durar siempre. No obstante, señor abogado, el tronco del árbol podrido, hasta el mismo momento en que la tormenta lo parte en dos, tiene toda la apariencia de sólido que ha tenido siempre. Ahora la tormenta se cierne sobre las ramas del Imperio. Escuche con los oídos de la Psicohistoria y oirá el crujido.

P. (Con inseguridad) No estamos aquí, doctor Seldon para escuchar…
R. (Firmemente) El Imperio desaparecerá y con él todos sus valores positivos. Los conocimientos acumulados decaerán y el orden que se ha impuesto se desvanecerá. Las guerras interestelares serán interminables; el comercio interestelar decaerá; la población disminuirá; los mundos perderán el contacto con el núcleo de la galaxia. Eso es lo que sucederá.

P. (Una vocecita en medio de un vasto silencio) ¿Para siempre?
R. La Psicohistoria, que puede predecir la caída, puede hacer declaraciones respecto a las oscuras edades que resultarán. El Imperio, caballeros, tal como se acaba de decir, ha durado 12.000 años. Las oscuras edades que vendrán no durarán doce, sino 30.000 años. Sobrevendrá un segundo Imperio, pero entré el y nuestra civilización habrá 1000 generaciones de humanidad doliente. Esto es lo que debemos combatir.
P. Se contradice a sí mismo. Antes ha dicho que no podía evitar la destrucción de Trántor; y por lo tanto, su caída; la así llamada caída del Imperio.
R. No estoy diciendo que podamos evitar la Caída. Pero aún no es demasiado tarde para cortar el interregno que seguirá. Es posible, caballeros, reducir la duración de anarquía a un solo milenio, si mi grupo recibe autorización para actuar ahora. Nos encontramos en un delicado momento de la historia. La enorme y arrolladora masa de los acontecimientos puede ser desviada ligeramente, sólo ligeramente. Puede no ser mucho, pero puede ser suficiente para evitar 29.000 años de miseria de la historia humana.
P. ¿Cómo se propone hacerlo?
R. Salvando los conocimientos de la raza. La suma del saber humano está por encima de cualquier hombre; de cualquier número de hombres. Con la destrucción de nuestra estructura social, la ciencia se romperá millones de trozos. Los individuos no conocerán más que facetas sumamente diminutas de lo que hay que saber. Serán inútiles e ineficaces por sí mismos. La ciencia, al no tener sentido, no se transmitirá. Estará perdida a través de las generaciones. Pero, si ahora preparamos un sumario gigantesco de todos los conocimientos, nunca se perderá. Las generaciones futuras se basarán en ellos, y no tendrán que volver a descubrirlo por sí mismas. Un milenio hará el trabajo de 30.000 años.
P. Todo esto…
R. Todo mi proyecto; mis 30.000 hombres con sus esposas e hijos, se dedican a la preparación de una Enciclopedia Galáctica. No la terminarán durante su vida. Yo ni siquiera viviré para ver cómo la empiezan. Pero cuando Trántor caiga, estará concluida y habrá ejemplares en todas las bibliotecas importantes de la Galaxia.

Isaac Asimov. “Fundación”. 1951.